martes, 13 de septiembre de 2011

La niña de los mandados:


“El Rueda”, el mercadillo y otros caramelos



De tiempo en tiempo la vida parece que se vuelve nostálgica y aviva, espontáneamente, experiencias pasadas. Me he dado cuenta de eso cuando hoy he ido al Mercado de Antón Martín a comprar lo necesario para el día: lechuga, pescado fresco y algo de fruta. Me he acordado de que en mi casa, de niña, yo era quien hacía los mandados a mi madre. No recuerdo cómo esa costumbre desapareció de mi vida, no sé si cuando me cambié de casa, de novio o de corte de pelo, pero sé que hacía mucho tiempo que no iba a un sitio así, antiguo y provinciano, donde las personas andan despacio, afilan meticulosamente los cuchillos e intercambian recetas, chistes y olores.

Al principio de la división de tareas de mi casa yo quería cambiar la mía con la de mi hermano que consistía en lavar el garaje y el perro. “Niña, deja que tu hermano haga eso. Tú, vete al mercadillo, cómprame una docena de naranjas, media docena de…”. Uno se da cuenta de que es inútil enfrentarse a lo que dice una madre cuando se es niño.  Mis padres trabajaban, mi hermano lavaba el garaje y el perro y yo salía puerta afuera para hacer los mandados. La verdad es que a mí siempre me ha encantado esa sensación de salir a la calle con una misión: en este caso la de traer naranjas a la familia. Pero yo sabía que era más que eso, mi misión era traer color a la nevera siempre blanca. Siempre, antes de salir a mi odisea particular del jueves (el mercadillo de mi barrio era  los jueves), me gustaba mirar lo blanca que estaba la nevera, sólo para ver después cómo ella se olvidaba de su naturaleza monocromática y se coloreaba. Un placer de esos, pequeños, que dan belleza a las ínfimas cosas. “Que tristes son las cosas, consideradas sin énfasis”.

Los tipos del mercadillo eran de los más variopintos: pícaros, pescaderos, amas de casa. Había un mendigo que pasaba toda la mañana sentado en la calle, con su muleta al lado, pidiendo dinero “Hola Señora, una monedita, por favor”. Le llamaban “El Rueda”. Me gustaba porque me parecía un tío muy alegre “El Rueda”. Siempre se reía cuando alguien le llamaba y contestaba de buen tono. Yo pensaba que era una lección de gratitud ante la vida aceptar el apodo que le daba donde más le dolía siendo cojo y todo ese rollo que las pedagogas nos cuentan como si conocieran tipos como “El Rueda”, pero que nunca han ido al mercadillo ni han visto a un mendigo. Yo, que le veía todos los jueves, atendía a sus peticiones y siempre le daba algo de cambio que sobraba de las naranjas. “Gracias, señorita. Dios te bendiga”. Esa frase la escuché meses y meses.

Pero había en el “El Rueda” una alegría demasiado alegre. Algo que desentonaba. Y os puedo decir que no me equivocaba: comprendí de qué iba “El Rueda” cuando le vi paseando en bicicleta cerca de la casa de un amigo. Él me vio, me saludó y luego me hizo una señal de silencio. Esa era su alegría y su gratitud ante la vida: el tipo tenía el cuerpo perfecto, sin muletas ni piernas cojas y aún paseaba su perfección por ahí en su bicicleta como si nada. “El Rueda” era la metonimia más irónica del mercadillo y de la propia vida. Esa era la verdad del mercadillo que las pedagogas desconocen: que “la vida no es noble, ni buena, ni sagrada”, pero si tienes suerte puede ser muy divertida, risible y bella. Así que “El Rueda” fue el primer pícaro que conocí, lo que ya tiene su mérito.



 Después del fortuito encuentro con el cojo en su versada bicicleta, él ya no me pedía dinero, sino todo lo contrario, me regalaba cosas para que su paseíto en bici no tuviera más trascendencia. Nada más llegar al mercadillo, “El Rueda” me estaba esperando en su sitio con un caramelito en las manos. A veces incluso hacía el amago de levantarse con mucha dificultad en coordinar sus muletas sin destreza. También me regalaba el oído con piropos impropios a proferirle a una niña, cosa que ningún cliente entendía, pero ese era nuestro secreto, porque yo, sin quererlo, ya era su cómplice en su picardía: “Hola señorita, que guapa viene hoy”, “Hola señorita, me encantaría poder pasear en bici con usted, pero como soy COJO…” y daba mayor énfasis a esta parte. Los que le llamaban “El Rueda” también eran nuestros cómplices y nos reíamos todos: “El Rueda”, los vendedores y yo.

Un día llegué a casa con la docena de naranjas, la media docena de… y un caramelito de “El Rueda”. Mi madre me preguntó “¿De dónde tú has sacado ese caramelo, niña? Ya te he dicho que no cojas dulces de desconocidos, porque te meten droga…”. Le dije que no se preocupara, que era de un amigo que tenía en el mercadillo. “¿Pero cómo se llama ese amigo tuyo?”. “Es “El Rueda”, es un pobre mendigo, madre, pero le caigo bien”. “¿Y por qué “El Rueda”?”. “Porque…porque…porque… él es COJO” (también puse mucho énfasis en esta parte). Esta fue la primera vez que me sentí pícara en la vida. Pícara y cómplice de una mentira, de un crimen. “¿Y él acepta que le llamen así?”. “Sí, él incluso se ríe”. “De verdad, niña, esa gente no tiene corazón. Mira que lección de vida, que gratitud ante lo que le toca, porque otro en su lugar…”. En este momento me acordé de que mi madre también era pedagoga y que no podría jamás llegar a entender la ironía del mercadillo ni la picardía que dulcificaba aquel caramelo.


Condesa Lara

1 comentario:

  1. … y el “Rueda” es sólo un pícaro que para su desgracia no siempre puede ocultar su falsía: el resto de los personajes de Antón Martín (también los que hacemos o hacíamos la compra allí) no nos dejamos desenmascarar tan fácilmente (y, en lugar de un caramelito, nos damos los “buenos días”).
    Queridos Conde y Condesa, que sigáis cultivando tan bellas y poderosas flores en vuestro magnífico jardín.
    Fdo. Marqueses de Tirso.

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