jueves, 24 de noviembre de 2011

GRITO

Escritos de la Ilustre Cuadrilla

En los Escritos de la Ilustre Cuadrilla de hoy les dejamos en manos del célebre marqués Santiago Sevilla: escritor, crítico y uno de los más generosos compañeros con el que nos hemos topado en esto de la Literatura. Prueba de su generosidad es el cuento que sigue, inspirado en un poema de la Condesa "Apocalipsis o A todos derramas tu sal" . Esperamos que disfruten de este ambiente de misterio y lujuria.

          Les dejamos con él.
Condado de las Letras

           


GRITO

Después de la consulta, no me quedaban ganas de ir a casa, ni tenía fuerzas para llamar a Víctor y a Carol. No, no quería pensar ni hablar de Micaela. Vagabundeaba por el centro, con la conciencia de que acabaría en Huertas. Es fácil dejarse llevar y entrar donde te inviten a un chupito, pero no lo es desprenderse de las obsesiones. Los bares están llenos de chicas con el pelo, los ojos o la risa de Micaela.

Pasé muchas noches de melancolía hasta una en que, cuando estaba por marcharme a casa, me llamó la atención un cartel con letras de un rojo violento, que decían Sussona. Como no lo había visto hasta entonces, pensé que sería nuevo; y, por curiosidad, entré. Si bien el sitio no parecía tener nada de particular, pedí una copa. El local estaba a rebosar, tomé el vaso y caminé hacia el fondo. Casi todo el público eran hombres y me pareció advertir que, además, la mayoría de ellos iban solos. Me resultó raro, hasta que apercibí que las camareras eran todas mujeres. Los hombres somos así, creemos que, con el roce y dos o tres frases galantes, podemos convencerlas para ir a un after después de su turno. El local tenía forma de pasillo, una tosca barra repleta de botellas, las paredes desnudas y, en cambio, al fondo caían unos velos de hermosos colores, con bordados muy finos, que representaban un lago rodeado de árboles.

Cuando estaba terminando la copa, me fijé que algunos hombres dejaron de bailar, se apiñaron en el fondo y regresaron sobre sus pasos. En el centro de ellos estaba una mujer, que se movía con la seguridad y el deje despreciativo propio de las mujeres inaccesibles; y los hombres seguían sonrientes cada uno de sus pasos, como bailarines que luchan por abrirse paso hasta la diva. Contemplaban cada uno de sus movimientos, pedían una de sus miradas de acero y soñaban con una noche a solas.

La teníamos muy cerca, podíamos oler su perfume de flores y, cuando bailaba estrepitosamente reggaeton, chocábamos con sus caderas. Pese a todo, ella decidía quién podía acercarse. Después de muchas noches, deduje que llegaban a Sussona tres clases de hombres. Los primeros se abrían paso a golpe de caderas, mantenían su mirada arrogante sobre Sussona y bailaban con ella una canción; los segundos pagaban una ronda, conversaban con ella con nerviosismo y se llevaban una marca de carmín en el cuello; y los terceros eran elegidos por el capricho de Sussona.

Cada fin de semana volvía a Huertas, inquieto por ir al Sussona. Me pasaba una cosa extraña, si trataba de ir a ese bar, no lo encontraba. Subía y bajaba por la calle Huertas, daba una vuelta por Santa Ana, me metía por Echegaray por si acaso... En cambio, si me dejaba llevar por mis vagabundeos, me topaba con él. Iba hasta el fondo, pero me quedaba en un segundo plano y observaba, hasta que, una vez, Sussona hizo un ademán a los demás para que se apartasen, puso la palma hacia arriba y flexionó los dedos para que me acercase. Me cogió la mano, estaba fría, y me arrastró hacia el fondo. Tras los velos había una alcoba que olía a incienso, el suelo estaba cubierto de cojines y bujías y, detrás, una cama de dosel con sus velos. Sussona comenzó a bailar, sus caderas chocaban con las mías, sus brazos me estrecharon y caímos en la cama. Ella se apretaba contra mí y me lamía el cuello con ansia, como si buscase algo dentro de mí, con tanta fuerza que sentí dolor. Rechazó mi beso, me levantó la camisa y me besó de nuevo con voracidad en el vientre y en el pecho. El placer y el dolor se volvieron inseparables, demasiado intensos. La oí gritar con desgarro: «Haya confusión de mares, lunas y espejos» y perdí la conciencia.

Los médicos se alegraron mucho de que hubiese conseguido despertarme. Me habían encontrado tirado en la trastienda de un local abandonado y había estado una semana sin conocimiento. Me llevé la mano al cuello y me hice daño al tocar la costra que descubrí. Pese a que me encontraba débil, me incorporé y me abrí el pijama. Tenía en el vientre y en el pecho incisiones amoratadas, que me hicieron gritar estremecido.

Santiago Sevilla

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